viernes, 10 de junio de 2011

Rendirse Jamás - Jorge Bucay


Nuestra vida está llena de sueños. Pero soñar es una cosa y ver qué hacemos con nuestros sueños es otra.

Por eso, la pregunta es, qué hicimos, qué hacemos y qué haremos con esa búsqueda llena de esperanzas
que los sueños, ellos, prometieron para bien y para mal a nuestras ansias.

El sueño del que hablamos no es una gran cosa en sí mismo: una imagen de algo que parece atractivo, deseable o por lo menos cargado de cierta energía propia o ajena, que se nos presenta en el mundo del imaginario. Nada más y nada menos.

Pero si permito que el sueño me fascine, si empiezo a pensar “qué lindo sería”, ese sueño puede transformarse en una fantasía. Ya no es el sueño que sueño mientras duermo.

La fantasía es el sueño que sueño despierto; el sueño del que soy conciente, el que puedo evocar,
pensar y hasta compartir. “Qué lindo sería” es el símbolo de que el sueño se ha transformado.

Ahora bien, si me permito probarme esa fantasía, si me la pongo como si fuese una chaqueta y veo qué tal me queda, si me miro en el espejo interno para ver cómo me calza y demás… entonces la fantasía se vuelve una ilusión. Y una ilusión es bastante más que una fantasía, porque ya no la pienso en términos de que sería lindo, sino de “cómo me gustaría”. Porque ahora es mía.

Ilusionarse es adueñarse de una fantasía. Ilusionarse es hacer propia la imagen soñada. La ilusión es como una semilla: si la riego, si la cuido, si la hago crecer, quizás se transforme en deseo.
Y eso es mucho más que una ilusión, porque el “qué lindo sería” se ha vuelto un “yo quiero”. Y cuando llegó ahí, son otras las cosas que me pasan. Me doy cuenta de que aquello que “yo quiero” forma parte de quien yo soy. 
En suma, el sueño ha evolucionado desde aquel momento de inconsciencia inicial, hasta la instancia en que claramente se transformó en deseo sin perder el contenido con el cual nació. Sin embargo, la historia de los sueños no termina aquí; muy por el contrario, es precisamente acá, cuando percibo el deseo, donde todo empieza.

Es verdad que estamos llenos de deseos, pero estos por sí mismos no conducen más que a acumular una cantidad de energía necesaria para empezar el proceso que conduzca a la acción. Porque… ¿qué pasaría con los deseos si nunca llegaran a transformarse en una acción? Simplemente acumularíamos más y más de esa energía interna que sin vía de salida terminaría tarde o temprano explotando en algún accionar sustitutivo.

Si un sueño permanece escondido y reprimido puede terminar en un deseo que enferma, volviéndose síntoma; y aún si con suerte no llegara a somatizarse el deseo sin acción es capaz de interrumpir toda conexión pertinente con nuestra realidad de aquí y ahora.

El deseo es nada más y nada menos que la batería, el nutriente, el combustible de cada una de mis actitudes.
El deseo adquiere sentido cuando soy capaz de transformarlo en una acción.

El deseo me sirve únicamente en la medida en que se encamine hacia la acción que la satisfaga. Nuestra mente trabaja en forma constante para transformar cada deseo en alguna acción.

Cada cosa que yo hago y cada cosa que decido dejar de hacer está motivada por un deseo, pueda yo identificarlo o no.


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