Hay muchas personas, quizá demasiadas, que llevan vidas aparentemente llenas de éxito, pero que son infelices por tener que llevar un estilo de vida muy distinto del que les hubiera gustado vivir. Éstas son las frustraciones que terminan sepultadas debajo de una profunda tristeza o escondidas en una adicción al trabajo o disimuladas en una pose cínica o, en el mejor de los casos, enmascaradas en vidas aparentemente “exitosas” pero, a la hora del balance interno, nada satisfactorias.
Hay momentos en la vida que parece empujarnos a ese balance de lo hecho y de la forma de hacerlo. La compra de una casa, el nacimiento de un hijo, una oferta importante de trabajo, cumplir cuarenta o cincuenta años, una amenaza de divorcio, la jubilación, la noticia de una enfermedad grave -sea nuestra o de algún ser querido-, y hasta algunas “buenas” noticias como la boda del menor de nuestros hijos o el nacimiento de un nieto. Casi siempre llegamos a la conclusión de que podríamos haber hecho mejor uso del tiempo y nos entristecemos de ese previsible “descubrimiento”. Como dice Simone de Beau-voir en la fuerza de las cosas, “al revisar mi historia me encuentro siempre, más acá o más allá, algo que nunca se ha cumplido”.
Reflexión y cambio
Lo difícil, en todo caso, es ser capaces de no quedarnos anclados en el sabor amargo de lo que pudo ser y no fue. Animarnos a traspasar la tristeza de los fracasos y las muchas limitaciones, hasta conseguir aprender de los propios errores. Un aprendizaje que sólo llega si somos capaces de abordar esta conciencia con ilusión y deseo de cambiar; sin ignorar aciertos pasados y sin despreciar los empeños que, aunque no resultaron del todo exitosos, valieron la pena. La reflexión sobre la propia vida, aunque nos resulte tediosa y hasta amenazante a veces, es lo único que nos permitirá una visión más trascendente de las cosas. Esta visión más profunda y sosegada es condición para no perder el rumbo, es necesaria para impedir que las preocupaciones cotidianas o la carrera contra el tiempo nos desvíen la atención de lo realmente valioso, es imprescindible para no dejar que lo urgente postergue a lo importante.
Quiero compartir contigo el recuerdo de un viaje imaginario que, de la mano de mi terapeuta, hice a ojos cerrados hace años. Había llegado a mi sesión a la hora convenida y traía conmigo la angustia de una indecisión. Paralizado por la mezcla de incertidumbre, miedo y tristeza, todo mi mundo parecía acompañar mi estado de ánimo. ¿Qué hacer? ¿Con qué criterio? ¿Cómo saber si iba a tomar el camino correcto?
Utilizando la palabra “camino” como disparador, mi terapeuta me propuso pensar en mi vida como si fuera exactamente eso, un camino. Como otras veces, me pidió que cerrara los ojos y que me viera a mí mismo en un cruce de caminos. Que me imaginara que era un viajero que debía decidir qué camino tomar sin más datos que los que la situación le mostrara.
Sabiendo que la única forma de sacar partido de un ejercicio es comprometiéndose sinceramente con la tarea, me zambullí en el juego y me vi allí de pie, frente a media docena de caminos que se abrían en abanico, y sin tener idea de cuál sería el más adecuado para mí. Compartiendo mis pensamientos en voz alta con mi terapeuta, me quejé de que, una vez más, no había nadie allí a quien pedirle un consejo, posiblemente como velado reclamo a mi terapeuta por no ayudarme a decidir…
Escoger un camino
Con la decisión en mis hombros, me di cuenta de que, en principio, podía elegir entre dos opciones: podía tomar cualquier camino al azar y recorrerlo hasta el final -alegrándome de mi buena suerte si resultaba ser un buen camino o, en caso contrario, lamentándome por haber malgastado una parte de mi vida- o podía, también, aunque era evidentemente más trabajoso, tratar de descubrir antes de empezar cuál sería el mejor camino para mí. Planteado de esa manera, supe de inmediato que no querría confiar mi futuro al azar. Me senté en una roca y mire los caminos buscando señales de lo que podría encontrar al recorrerlos. El que primero me llamó la atención fue un camino que se abría a mi izquierda. Era toda una invitación a lo gozoso. A lo lejos se escuchaban risas y exclamaciones de placer. Las numerosas huellas en la tierra suave indicaban que muchos de los caminantes que habían pasado por allí lo habían elegido rápidamente. El aroma de las flores y los colores del cielo parecían augurar todo el gozo que se pudiera imaginar.
El camino que se abría un poco a mi derecha no era tan ostentoso, pero parecía el más holgado y prometedor. Adiviné que si lo tomaba tendría, por lo menos por un tiempo, acceso cómodo a todo lo que se puede comprar con dinero. Era de lo más tentador, pero el primero también lo era.
Justo entonces noté que había en el cruce un único cartel. Tenía forma de flecha y señalaba al tercer camino. Decía simplemente “Éxito”. Supe que si optaba por él podría tener acceso a todo el reconocimiento, la gloria o el aplauso que quisiera.
Un camino, bastante más a mi derecha, se escondía rápidamente detrás de una colina. Más allá, aparecía y desaparecía entre la espesura. Era un camino que planteaba muchísimas dudas, aunque eso no era motivo para descartarlo. Esa mezcla de curiosidad y temor me resultaba familiar.
En el diván de la consulta, sentía que el tiempo pasaba y que yo no acababa de decidirme. Como pasa en la vida real, por un momento pensé que debía darme prisa e inmediatamente vi, en mi ensueño, el camino que se abría a mis pies. Era el camino de los que deciden por urgencia y no por convicción, así que lo descarté.
Entonces recordé que había contado por lo menos seis caminos cuando llegué al cruce. ¿Dónde estaba el último? Nacía casi a mis espaldas, y era un sendero que a los pocos metros trepaba por una pequeña ladera que misteriosamente parecía hacerse más llana al avanzar hacia arriba. Este último sendero no ofrecía muchas pistas de adonde conducía y, sin embargo, algo de él me atraía más que los otros.
A petición de mi terapeuta imaginé que empezaba a recorrerlo. Al poco tiempo de caminar, descubrí que el recorrido era tan maravilloso como sorprendente: prismas de colores, flores extrañas y animales que nunca había visto aparecían ante mis ojos.
Sin querer me encontré pensando que a mi abuelo, el que me contaba cuentos cuando era pequeño, le hubiera encantado conocer un lugar así. No había terminado de decirlo cuando me lo encontré. Estaba allí sentado en su taburete de madera, fumando uno de esos cigarrillos que él mismo se liaba. Entonces me di cuenta. Ese camino, el que había elegido, era el camino de los sueños. Miré a mi abuelo y él me dijo adiós con la mano alentándome a seguir.
De allí en adelante la cuesta se hacía otra vez más empinada, pero mis pies parecían volverse cada vez más ágiles y mi paso cada vez más seguro. La fuerza de mis sueños empujaba mi marcha y las vistas desde lo alto eran cada vez más hermosas.
Errar, aprender, gozar
Abrí los ojos y me encontré con la mirada de mi terapeuta que sonreía satisfecha: -La vida es el recorrido de un camino que cada uno elige -me dijo-. A veces acompañados y otras en soledad, vamos descubriendo lo que nos espera o confirmando lo que habíamos previsto, superando los obstáculos, redoblando el esfuerzo en las subidas y a veces padeciendo la tristeza de imprevistas caídas. Un viaje que es sólo de ida y que nadie sabe cuándo termina y dónde. Por eso, vivir no es llegar, sino seguir.
Vivir es avanzar con alegría, aprender, ayudar a quienes se rezagan y quizás dejar algunas señales de nuestro aprendizaje para los que lleguen después. La felicidad es sentirse satisfecho con el camino elegido y con la forma en que fuimos capaces de recorrerlo, a pesar de todas nuestras limitaciones. Jacques Lacan decía: “El camino de la satisfacción del sujeto siempre está entre murallas de imposibles”.
Jorge Bucay. Tomado del Editorial de la Revista “Mente Sana”
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