jueves, 20 de febrero de 2014

¿Estás verdaderamente conforme con la vida que estás viviendo?

¿Estás verdaderamente conforme con la vida que estás viviendo? Si respondes que no o si dudas, ¿qué debería cambiar? A muchas personas les cuesta enfrentarse a esta pregunta tan sencilla como crucial. Algunos hasta se saltarán este editorial tratando de eludir la cuestión o lo leerán haciéndose los distraídos, como esperando que la vida misma les responda pero temiendo en el fondo que cuando la respuesta llegue, sea tarde para corregir el rumbo.

Hay muchas personas, quizá demasiadas, que llevan vidas aparentemente llenas de éxito, pero que son infelices por tener que llevar un estilo de vida muy distinto del que les hubiera gustado vivir. Éstas son las frustraciones que terminan sepultadas debajo de una profunda tristeza o escondidas en una adicción al trabajo o disimuladas en una pose cínica o, en el mejor de los casos, enmascaradas en vidas aparentemente “exitosas” pero, a la hora del balance interno, nada satisfactorias.

Hay momentos en la vida que parece empujarnos a ese balance de lo hecho y de la forma de hacerlo. La compra de una casa, el nacimiento de un hijo, una oferta importante de trabajo, cumplir cuarenta o cincuenta años, una amenaza de divorcio, la jubilación, la noticia de una enfermedad grave -sea nuestra o de algún ser querido-, y hasta algunas “buenas” noticias como la boda del menor de nuestros hijos o el nacimiento de un nieto. Casi siempre llegamos a la conclusión de que podríamos haber hecho mejor uso del tiempo y nos entristecemos de ese previsible “descubrimiento”. Como dice Simone de Beau-voir en la fuerza de las cosas, “al revisar mi historia me encuentro siempre, más acá o más allá, algo que nunca se ha cumplido”.

Reflexión y cambio
Lo difícil, en todo caso, es ser capaces de no quedarnos anclados en el sabor amargo de lo que pudo ser y no fue. Animarnos a traspasar la tristeza de los fracasos y las muchas limitaciones, hasta conseguir aprender de los propios errores. Un aprendizaje que sólo llega si somos capaces de abordar esta conciencia con ilusión y deseo de cambiar; sin ignorar aciertos pasados y sin despreciar los empeños que, aunque no resultaron del todo exitosos, valieron la pena.

La reflexión sobre la propia vida, aunque nos resulte tediosa y hasta amenazante a veces, es lo único que nos permitirá una visión más trascendente de las cosas. Esta visión más profunda y sosegada es condición para no perder el rumbo, es necesaria para impedir que las preocupaciones cotidianas o la carrera contra el tiempo nos desvíen la atención de lo realmente valioso, es imprescindible para no dejar que lo urgente postergue a lo importante.

Quiero compartir contigo el recuerdo de un viaje imaginario que, de la mano de mi terapeuta, hice a ojos cerrados hace años. Había llegado a mi sesión a la hora convenida y traía conmigo la angustia de una indecisión. Paralizado por la mezcla de incertidumbre, miedo y tristeza, todo mi mundo parecía acompañar mi estado de ánimo. ¿Qué hacer? ¿Con qué criterio? ¿Cómo saber si iba a tomar el camino correcto?

Utilizando la palabra “camino” como disparador, mi terapeuta me propuso pensar en mi vida como si fuera exactamente eso, un camino. Como otras veces, me pidió que cerrara los ojos y que me viera a mí mismo en un cruce de caminos. Que me imaginara que era un viajero que debía decidir qué camino tomar sin más datos que los que la situación le mostrara.

Sabiendo que la única forma de sacar partido de un ejercicio es comprometiéndose sinceramente con la tarea, me zambullí en el juego y me vi allí de pie, frente a media docena de caminos que se abrían en abanico, y sin tener idea de cuál sería el más adecuado para mí. Compartiendo mis pensamientos en voz alta con mi terapeuta, me quejé de que, una vez más, no había nadie allí a quien pedirle un consejo, posiblemente como velado reclamo a mi terapeuta por no ayudarme a decidir…

Escoger un camino 
Con la decisión en mis hombros, me di cuenta de que, en principio, podía elegir entre dos opciones: podía tomar cualquier camino al azar y recorrerlo hasta el final -alegrándome de mi buena suerte si resultaba ser un buen camino o, en caso contrario, lamentándome por haber malgastado una parte de mi vida- o podía, también, aunque era evidentemente más trabajoso, tratar de descubrir antes de empezar cuál sería el mejor camino para mí. Planteado de esa manera, supe de inmediato que no querría confiar mi futuro al azar. Me senté en una roca y mire los caminos buscando señales de lo que podría encontrar al recorrerlos. El que primero me llamó la atención fue un camino que se abría a mi izquierda. Era toda una invitación a lo gozoso. A lo lejos se escuchaban risas y exclamaciones de placer. Las numerosas huellas en la tierra suave indicaban que muchos de los caminantes que habían pasado por allí lo habían elegido rápidamente. El aroma de las flores y los colores del cielo parecían augurar todo el gozo que se pudiera imaginar.

El camino que se abría un poco a mi derecha no era tan ostentoso, pero parecía el más holgado y prometedor. Adiviné que si lo tomaba tendría, por lo menos por un tiempo, acceso cómodo a todo lo que se puede comprar con dinero. Era de lo más tentador, pero el primero también lo era.

Justo entonces noté que había en el cruce un único cartel. Tenía forma de flecha y señalaba al tercer camino. Decía simplemente “Éxito”. Supe que si optaba por él podría tener acceso a todo el reconocimiento, la gloria o el aplauso que quisiera.

Un camino, bastante más a mi derecha, se escondía rápidamente detrás de una colina. Más allá, aparecía y desaparecía entre la espesura. Era un camino que planteaba muchísimas dudas, aunque eso no era motivo para descartarlo. Esa mezcla de curiosidad y temor me resultaba familiar.

En el diván de la consulta, sentía que el tiempo pasaba y que yo no acababa de decidirme. Como pasa en la vida real, por un momento pensé que debía darme prisa e inmediatamente vi, en mi ensueño, el camino que se abría a mis pies. Era el camino de los que deciden por urgencia y no por convicción, así que lo descarté.

Entonces recordé que había contado por lo menos seis caminos cuando llegué al cruce. ¿Dónde estaba el último? Nacía casi a mis espaldas, y era un sendero que a los pocos metros trepaba por una pequeña ladera que misteriosamente parecía hacerse más llana al avanzar hacia arriba. Este último sendero no ofrecía muchas pistas de adonde conducía y, sin embargo, algo de él me atraía más que los otros.

A petición de mi terapeuta imaginé que empezaba a recorrerlo. Al poco tiempo de caminar, descubrí que el recorrido era tan maravilloso como sorprendente: prismas de colores, flores extrañas y animales que nunca había visto aparecían ante mis ojos.

Sin querer me encontré pensando que a mi abuelo, el que me contaba cuentos cuando era pequeño, le hubiera encantado conocer un lugar así. No había terminado de decirlo cuando me lo encontré. Estaba allí sentado en su taburete de madera, fumando uno de esos cigarrillos que él mismo se liaba. Entonces me di cuenta. Ese camino, el que había elegido, era el camino de los sueños. Miré a mi abuelo y él me dijo adiós con la mano alentándome a seguir.

De allí en adelante la cuesta se hacía otra vez más empinada, pero mis pies parecían volverse cada vez más ágiles y mi paso cada vez más seguro. La fuerza de mis sueños empujaba mi marcha y las vistas desde lo alto eran cada vez más hermosas.

Errar, aprender, gozar 
Abrí los ojos y me encontré con la mirada de mi terapeuta que sonreía satisfecha: -La vida es el recorrido de un camino que cada uno elige -me dijo-. A veces acompañados y otras en soledad, vamos descubriendo lo que nos espera o confirmando lo que habíamos previsto, superando los obstáculos, redoblando el esfuerzo en las subidas y a veces padeciendo la tristeza de imprevistas caídas. Un viaje que es sólo de ida y que nadie sabe cuándo termina y dónde. Por eso, vivir no es llegar, sino seguir.

Vivir es avanzar con alegría, aprender, ayudar a quienes se rezagan y quizás dejar algunas señales de nuestro aprendizaje para los que lleguen después. La felicidad es sentirse satisfecho con el camino elegido y con la forma en que fuimos capaces de recorrerlo, a pesar de todas nuestras limitaciones. Jacques Lacan decía: “El camino de la satisfacción del sujeto siempre está entre murallas de imposibles”.

Jorge Bucay
Tomado del Editorial de la Revista “Mente Sana”

lunes, 10 de febrero de 2014

El pensamiento crea los sentimientos - Wayne Dyer

"Concéntrese cada día en sus pensamientos en vez de hacerlo en su comportamiento. Es su pensamiento el que crea sus sentimientos y en ultimo término también sus acciones. Así pues, conceda a esta dimensión de su ser toda a atención que se merece. Sorpréndase a sí mismo verbalizando pensamientos negativos.

Por ejemplo, si usted dice en voz alta: «Nunca conseguiré saldar todas mis deudas», o “Soy incapaz de entender a mi pareja por mucho que me esfuerce”, deténgase y piense que está actuando de acuerdo con sus pensamientos negativos, en vez de permitir que sus pensamientos positivos conformen las condiciones de su vida. Ahora vuelva a ordenar esos pensamientos e imagínese sin deudas. Niéguese a verse rodeado de acreedores. Y muy pronto empezará a actuar según esa nueva imagen de usted, sin deudas, que ya se ha forjado. Se encontrará desprendiéndose de sus tarjetas de crédito, pagando todas sus deudas o pluriempleándose y haciendo todas las cosas que surgen de su imaginación. De igual manera debe actuar con respecto a su cónyuge, en lugar de hacerlo según la imagen negativa de verse casado con una persona problemática.

Comience a comportarse como alguien que de una u otra manera resolverá los problemas de su relación. Cree una imagen de sí mismo en una relación llena de amor y armonía, y actuará de esa manera. Si usted no recibe el resultado anhelado de acuerdo con aquella imagen, lo que podríamos llamar “retroalimentación”, puede empezar a considerar la posibilidad de seguir su camino en solitario, o bien al lado de otra persona que armonice más con usted. Pero esta vez, en lugar de dejar que impere la confusión en su interior, comenzará a actuar según esa nueva imagen de usted que responde a un ser humano en armonía. Si las cosas le salen bien, todo marchará viento en popa y si no es así, por lo menos usted seguirá su camino en paz consigo mismo. En cualquier caso, estará resolviendo el problema de su relación en vez de obsesionarse con la imagen mental de un ser en una situación insostenible.

Consiga una situación perfecta en su mente, y actuará movido por el deseo de perfección. La calidad de las relaciones va ligada a sus imágenes y pensamientos. Lo que vemos es plena prueba de lo que creemos."

Wayne Dyer

Cuento - He dejado mi yo

"Un tallista en madera llamado Ching acababa de terminar un yugo de campana.

Y todo el que lo veía se maravillaba, porque parecía obra de espíritus.
Cuando el duque de Lu lo vio, le preguntó: “¿Qué clase de genio es el tuyo, que eres capaz de hacer algo así?”

Y el tallista respondió: “Señor, no soy más que un simple trabajador. No soy ningún genio. Pero le diré una cosa: cuando voy a hacer un yugo de campana, paso antes tres días meditando para tranquilizar mi mente. Cuando he estado meditando durante tres días, ya no pienso en recompensas ni emolumentos.

Cuando he meditado durante siete días, de pronto me olvido de mis miembros, de mi cuerpo y hasta de mi propio yo, y pierdo la conciencia de cuanto me rodea. No queda más que pericia. Entonces voy al bosque y examino cada árbol, hasta que encuentro uno en el que veo en toda su perfección el yugo de campana.

Luego, mis mano empiezan a trabajar. Como he dejado mi yo a un lado, la naturaleza se encuentra con la naturaleza en la obra que se realiza a través de mi. Esta es, indudablemente, la razón por la que todos dicen que el producto final es obra de espíritus”.

Yo soy un ser imprevisible como la vida misma, que no cabe en ninguna imagen, porque mis formas son cambiantes y mi verdadero ser es inseparable."

Anthony de Mello.

lunes, 3 de febrero de 2014

¿Quién eres? Cuento de Jorge Bucay

"Aquel día Sinclair se levantó como siempre a las 7 de la mañana. Como todos los días, arrastró sus pantuflas hasta el baño y después de ducharse se afeitó y se perfumó. Se vistió con ropa bastante a la moda, como era su costumbre y bajó a la entrada a buscar su correspondencia. Allí se encontró con la primera sorpresa del día: ¡No había cartas!

Durante los últimos años su correspondencia había ido en aumento y era una parte importante de su contacto con el mundo. Un poco malhumorado por la noticia de la ausencia de noticias, apuró su habitual desayuno de leche y cereal (como recomendaban los médicos), y salió a la calle.

Todo estaba como siempre: los mismos vehículos de siempre transitaban las mismas calles y producían los mismos sonidos en la ciudad, que se quejaba igual que todos los días. Al cruzar la plaza casi tropezó con el profesor Exer, un viejo conocido con quien solía charlar largas horas sobre inútiles planteos metafísicos. Lo saludó con un gesto, pero el profesor pareció no reconocerlo; lo llamó por su nombre pero ya se había alejado y Sinclair pensó que no había alcanzado a escucharlo.

El día había empezado mal y parecía que empeoraba con las posibilidades de aburrimiento que flotaban en su ánimo.

Decidió volver a casa, a la lectura y la investigación, para esperar las cartas que con seguridad llegarían aumentadas para compensar las no recibidas antes.

Esa noche, el hombre no durmió bien y se despertó muy temprano. Bajó y mientras desayunaba comenzó a espiar por la ventana para esperar la llegada del cartero. Por fin lo vio doblar la esquina, su corazón dio un salto. Sin embargo el cartero pasó frente a su casa sin detenerse. Sinclair salió y llamó al cartero para confirmar que no había cartas para él. El empleado le aseguró que nada había en su bolso para ese domicilio y le confirmó que no había ninguna huelga de correos, ni problemas en la distribución de cartas de la ciudad.

Lejos de tranquilizarlo, esto lo preocupó más todavía.

Algo estaba pasando y él debía averiguarlo. Buscó una chaqueta y se dirigió a casa de su amigo Mario.

Apenas llegó, se hizo anunciar por el mayordomo y esperó en la sala de estar a su amigo, que no tardó en aparecer. El hombre avanzó al encuentro del dueño de casa con los brazos extendidos, pero este se limitó a preguntar:
-Perdón señor, ¿nos conocemos?
El hombre creyó que era una broma y rió forzadamente presionando al otro a servirle una copa. El resultado fue terrible: el dueño de casa llamó al mayordomo y le ordenó echar a la calle al extraño, que ante tal situación se descontroló y comenzó a gritar y a insultar, como avalando la violencia del fornido empleado que lo empujó a la calle... Camino a su casa, se cruzó con otros vecinos que lo ignoraron o actuaron con él como si fuera un extraño.

Una idea se había apoderado del hombre: había una confabulación en su contra, y él había cometido una extraña falta hacia aquella sociedad, dado que ahora lo rechazaba tanto como algunas horas antes lo valoraba. No obstante, por más que pensaba, no podía recordar ningún hecho que pudiera haber sido tomado como ofensa y menos aun, alguno que involucrara a toda una ciudad.

Durante dos días más, se quedó en casa esperando correspondencia que no llegó o la visita de alguno de sus amigos que, extrañado por su ausencia, tocara su puerta para saber de él; pero no hubo caso, nadie se acercó a su casa. La señora de la limpieza faltó sin aviso y el teléfono dejó de funcionar.

Entonado por una copita de más, la quinta noche Sinclair se decidió a ir al bar donde se reunía siempre con sus amigos, para comentar las pavadas cotidianas. Apenas entró, los vio como siempre en la mesa del rincón que solían elegir. El gordo Hans contaba el mismo viejo chiste de siempre y todos lo festejaban como era costumbre. El hombre acercó una silla y se sentó. De inmediato se hizo un lapidario silencio, que marcaba la indeseabilidad del recién llegado. Sinclair no aguantó más:
-¿Se puede saber qué les pasa a todos conmigo? Si hice algo que les molestó, díganmelo y se terminó, pero no me hagan esto que me vuelve loco…
Los otros se miraron entre sí entre divertidos y fastidiados. Uno de ellos hizo girar su índice sobre su sien, diagnosticando al recién llegado. El hombre volvió a pedir una explicación, luego rogó por ella y por último, cayó al suelo implorando que le explicaran por qué le hacían eso a él.
Sólo uno de ellos quiso dirigirle la palabra:
-Señor: ninguno de nosotros lo conoce, así que nada nos hizo. De hecho, ni siquiera sabemos quién es usted…

Las lágrimas comenzaron a brotar de sus ojos y salió del local, arrastrando su humanidad hasta su casa. Parecía que cada uno de sus pies pesaba una tonelada.

Ya en su cuarto, se tiró en la cama. Sin saber cómo ni por qué, había pasado a ser un desconocido, un ausente. Ya no existía en las agendas de sus corresponsales ni en el recuerdo de sus conocidos y menos aún en el afecto de sus amigos. Como un martilleo aparecía un pensamiento en su mente, la pregunta que otros le hacían y que él mismo se empezaba a hacer: ¿Quién eres?

¿Sabía él realmente contestar esta pregunta? Él sabía su nombre, su domicilio, el talle de su camisa, su número de documento y algunos otros datos que lo definían para los demás; pero fuera de eso: ¿Quién era, verdadera, interna y profundamente? Aquellos gustos y actitudes, aquellas inclinaciones e ideas, ¿eran suyos verdaderamente? ¿o eran como tantas otras cosas: un intento de no defraudar a otros que esperaban que él fuera el que había sido?

Algo empezaba a estar claro: el ser un desconocido lo liberaba de tener que ser de una manera determinada. Fuera él como fuera, nada cambiaría en la respuesta de los demás.

Por primera vez en muchos días, encontró algo que lo tranquilizó: esto lo colocaba en una situación tal, que podía actuar como se le ocurriera sin buscar ya la aprobación del mundo.

Respiró hondo y sintió el aire como si fuera nuevo, entrando en los pulmones. Se dio cuenta de la sangre que fluía por su cuerpo, percibió el latido de su corazón y se sorprendió de que por primera vez NO TEMBLABA.

Ahora que por fin sabía que estaba solo, que siempre lo había estado, ahora que sabía que sólo se tenía a sí mismo, ahora… podía reír o llorar… pero por él y no por otros.

Ahora, por fin, lo sabía: SU PROPIA EXISTENCIA NO DEPENDÍA DE OTROS
Había descubierto que le fue necesario estar solo para poder encontrarse consigo mismo…

Se durmió tranquila y profundamente y tuvo hermosos sueños….Despertó a las diez de la mañana, descubriendo que un rayo de sol entraba a esa hora por la ventana e iluminaba su cuarto en forma maravillosa.

Sin bañarse, bajó las escaleras tarareando una canción que nunca había escuchado y encontró debajo de su puerta una enorme cantidad de cartas dirigidas a él.

La señora de la limpieza estaba en la cocina y lo saludó como si nada hubiera sucedido.

Y por la noche en el bar, parecía que nadie había registrado aquella terrible noche de locura.

Por lo menos, nadie se dignó a hacer algún comentario al respecto.
Todo había vuelto a la normalidad… Salvo él, por suerte, él, que nunca más tendría que rogarle a otro que lo mirara para poder saberse… él, que nunca más tendría que pedirle al afuera que lo definiera… él, que nunca más sentiría miedo al rechazo…

Todo era igual, salvo que ese hombre nunca más se olvidaría de quién era.
-Y este es tu cuento, Demián -siguió el gordo-. Cuando no tienes registro de tu dependencia frente a la mirada de los otros, vives temblando frente al posible abandono de los demás que, como todos, aprendiste a temer.
Y el precio para no temer es acatar, es ser lo que los demás, “que tanto nos quieren”, nos presionan a ser, nos presionan a hacer y nos presionan a pensar.

Si tienes “la suerte” del personaje de Papini y el mundo, en algún momento, te da la espalda, no tendrás más remedio que darte cuenta de lo estéril de tu lucha.

Pero si no sucede así, si tienes la “desdicha” de ser aceptado y halagado, entonces… estás abandonado a tu propia conciencia de libertad, estás forzado a decidir: acatamiento o soledad; estás atrapado entre ser lo que debes ser o no ser nada para nadie..Y de allí en más…podrás ser, pero sólo, sólo y sólo para ti."

Jorge Bucay.